Páginas

Escudo de Heracles

Emulando a Homero, Hesíodo nos ofrece una primorosa descripción del escudo de Heracles, redondo esta vez.. Pero el héroe apenas hizo uso de él. No lo necesitaba. Como única armadura, le bastaba su piel de león.

Hela aquí en traducción de Medellín:

(Hesiodo, Escudo) “…cogió con sus manos el escudo de adornos varios, al que nada podía perforar ni romper, admirable a la vista, rodeada de espejuelo y de marfil blanco, brillante de ámbar y de oro, y enlazado de círculos azules. En medio de este escudo estaba el terror inenarrable de un dragón que miraba atrás con ojos llameantes y cuyas fauces se hallaban llenas de dientes blancos, feroces e implacables. Delante de él, volaba la detestable Eris, horrible y turbando el espíritu de los guerreros que osaban ofrecer combate al hijo de Zeus; y las almas de estos guerreros descendían debajo de la tierra, al Hades, y sobre la tierra negra y bajo el ardiente Sirio se pudrían sus osamentas despojadas de carne. Allí estaban representados la Persecución y el Retorno, el Tumulto y el Terror, y el Exterminio furioso; acá se agitaban Eris y el Desorden; y la muerte terrible se apoderaba de un vivo herido recientemente, o de otro sano y salvo, o de un cadáver que arrastraba por los pies en medio de la refriega. Su traje manchado de sangre humana flotaba en torno a sus hombros; miraba ella con ojos espantosos y prorrumpía en clamores. Tenía también el escudo doce cabezas horrendas de serpientes inenarrables que aterraban sobre la tierra a las razas de guerreros que osaban ofrecer combate al hijo de Zeus; y rechinaban sus dientes en tanto que el Anfítrioniada combatía. Y resplandecían todas estas figuras maravillosas, y tenía manchas el lomo azul de estos dragones horribles, y sus mandíbulas eran negras. Había además jabalíes machos y leones que se miraban entre sí, pletóricos de furor y deseando morder, y abalanzándose unos a otros en muchedumbre; y ni los unos ni los otros temblaban, y erizaban sus cuellos. Y yacía muerto ya un león grande, y dos jabalíes estaban 5 privados de vida, y de sus cuerpos chorreaba sobre la tierra sangre negra, y yacían muertos, con la cabeza vuelta bajo los leones feroces; pero por ambos lados los jabalíes machos y los leones hoscos aún aparecían pletóricos de rabia y del deseo de combatir. Estaba además el combate de los guerreros lapitas armados de lanzas, alrededor del rey Ceneo, de Drías, de Exadio, de Peiritoo, de Hopleo, de Palero, de Proloco, del titaresiano Mopso Anficida, flor de Ares y de Teseo Egeida, semejante a los Dioses inmortales. Eran de plata y estaban revestidos de armas de oro. Al otro lado, estaban reunidos los Centauros alrededor del gran Pétreo, del adivinador Absolo, de Arelo, de Hurio, de Mimas el de crines negras, y de los dos Peuceidas, Perimedeo y Drialo. Eran de plata y tenían en las manos mazas de oro. Y todos parecían vivos y combatían de cerca con lanzas y mazas. Forjados en oro estaban también los caballos de pies rápidos del terrible Ares. Y el feroz Ares, raptor de despojos, estaba allí, lanza en mano, comandando a los infantes, rojo de sangre, despojando a los guerreros vivos todavía, y en pie sobre su carro. Y junto a él se mantenían los espectros Deimos y Fobo, pletóricos del deseo de entrar en la refriega contra los hombres. Y allá estaba la devastadora Tritogenia, hija de Zeus, simulando querer armarse para el combate, con la lanza en la mano, el casco de oro a la cabeza y la égida en torno a los hombros, y se arrojaba a la ruda batalla. También estaba ahí el coro sagrado de los Dioses inmortales, y en medio de ellos, el hijo de Latona y de Zeus hacía resonar la cítara de oro. Y delante del pavimento de los Dioses se alzaba el claro Olimpo en círculos infinitos alrededor del ágora bienaventurada para premio en esta lucha de los Dioses; las Diosas Piéredes, las Musas, dirigían el canto y parecían vivos cantores en la dulce voz. Y allá se abría un puerto del mar indomado, todo de estaño, en forma circular y simulando estar lleno de olas. En medio de este puerto, numerosos delfines parecían nadar aquí y allí, persiguiendo peces; y dos delfines de plata, echando agua por los nasales, cogían peces mudos, y éstos, que eran de bronce, se debatían entre los dientes de sus aprehensores. Y a la orilla estaba sentado un pescador, mirándolos y sosteniendo una red que iba a lanzar. Estaba también el jinete Perseo, hijo de Danae la de hermosa cabellera, sin tocar a su escudo con los pies, pero sin hallarse lejos de él; y por un prodigio difícil de comprender, 6 no se lo sujetaba por ningún punto. Y el ilustre Cojo de ambos pies lo había hecho de oro. Tenía Perseo en los pies sandalias aladas; y la espada de bronce pendiente del tahalí que le ceñía los hombros, estaba encerrada en la vaina negra; y volaba él como el pensamiento. La cabeza del terrible monstruo Gorgo cubría su espalda, y alrededor, cosa admirable, flotaba un saco de plata, de donde colgaban dos franjas refulgentes de oro. Y en torno a las sienes del rey terrible estaba el casco de Edes, envuelto en la noche negra. Y él mismo, Perseo, hijo de Danae, parecía darse prisa, alejándose, y detrás de él corrían las Gorgonas, inasequibles e innombrables, deseando cogerle; y delante de sus perseguidoras, el escudo de acero claro resonaba con estrépito. De sus cinturas, dando silbidos agudos, colgaban dos dragones que, levantando la cabeza y sacando sus lenguas, rechinaban los dientes y lanzaban miradas feroces. Y sobre las cabezas horribles de las Gorgonas se cernía un inmenso terror. Y allí combatían hombres cubiertos de armas guerreras. Unos rechazaban la ruina lejos de su ciudad y de sus parientes; otros acudían con presteza; y habían caído muchos ya, y combatían muchos otros. En las bien construidas torres, las mujeres prorrumpían en clamores agudos, arañándose las mejillas con las uñas, y parecían vivas, siendo obra del ilustre Hefesto. Los hombres abrumados de vejez estaban reunidos fuera de las puertas y levantaban las manos hacia los Bienaventurados, temblando por sus hijos. En cambio los otros varones combatían, y en torno a ellos, rechinando sus dientes blancos, las Keres negras de voces broncas y rostro terrible, fatales e insaciables, se disputaban a los que caían, y todas deseaban beber la sangre negra y coger al primero que cayera herido. Y extendían sus largas uñas sobre él, con el fin de llevarse el alma al Hades y hacia el Tártaro helado. Luego, con objeto de saciarse de sangre humana, arrojaban el cadáver detrás de sí, y se abalanzaban de nuevo a la refriega. Cloto y Lacesis las capitaneaban. En cambio la más débil. Átropos, no parecía una gran Diosa, pero era, en verdad, la más antigua y la más poderosa de las tres. Y se disputaban cruentamente un mismo hombre, mirándose con furor y entrelazando con audacia sus manos y sus uñas. Y cerca de ellas estaba en pie Aclis, la sombra de la muerte, lamentable, horrible, descolorida, seca 25 por el hambre y con rodillas duras. Eran larguísimas las uñas de sus manos; de su nariz fluía la mucosa; y la sangre corría de sus mandíbulas hasta la 7 tierra. Estaba en pie, rechinando los dientes, y un remolino de polvo espeso envolvía sus hombros, y este polvo estaba húmedo de lágrimas. Al lado había una ciudad de hermosas torres y llena de varones: siete puertas de oro bien ajustadas sobre sus marcos, las defendían y disfrutaban allí los hombres con festines y danzas. En un carro bien construido conducían una joven a su marido; y por todos lados se cantaba a Himeneo; y en las manos de las servidoras el esplendor de las antorchas tas precedía y las seguían coros danzantes. Unos, con sus labios delicados hacían resonar su voz armoniosa, al mismo tiempo que las flautas, y los sones se esparcían a lo lejos; otros acompañaban el coro con sus cítaras, y otros jóvenes se encantaban con la flauta, y otros se complacían en la danza y en el canto, y otros sonreían al oírlos y al verlos. Y los festines y las danzas llenaban toda la ciudad, y en torno corrían jinetes a lomos de sus caballos. Y allá abrían la tierra divina unos labradores, después de anudar sus túnicas. Y había allí también una mies espesa; y unos segadores cortaban los tallos erizados de barbas agudas y cargados de espigas, regalo de Demeter, otros los liaban en haces y llenaban la era. Otros vendimiaban, sosteniendo podaderas en las manos; y otros se llevaban en los cestos las uvas blancas o negras cogidas en las cepas grandes cargadas de hojas y en las ramas de plata. Cerca había un plantío de oro, obra del hábil Hefesto, cubierto de hojas, con estacas de plata, y cargado de racimos que se ponían negros. Y unos pisaban la uva y otros llenaban las tinas, y otros combatían en el pugilato o en la lucha. Unos cazadores perseguían a las libres de pies rápidos, y las querían coger dos perros de largos dientes; pero las liebres huían. Cerca, dos jinetes rivalizaban en velocidad. De pie sobre sus carros bien construidos, y aflojando las riendas, impulsaban a los caballos rápidos, y éstos volaban dando saltos, y los carros sólidos y los cubos resonaban con ruido; y los jinetes continuaban su carrera, y la victoria no se decidía, y el combate permanecía dudoso. En medio de la arena, como premio había un gran trípode de oro, obra ilustre del hábil Hefesto. Y el Océano parecía empujar sus olas alrededor del escudo de adornos varios. Volando en el aire, unos cisnes prorrumpían en altos clamores, y otros muchos nadaban en la superficie del agua, y cerca de allí jugaban los peces, cosa maravillosa hasta para Zeus retumbante, quien había ordenado a Hefesto hacer este escudo grande y sólido que el vigoroso hijo de Zeus cogió y agitó, en sus manos, saltando a su carro, semejante a la centella del padre Zeus tempestuoso. Y el robusto Yolao, sentado en su sitio, guiaba el carro curvo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario