El escudo de Aquiles tenía forma de torre. En su composición
entraban materiales nobles como el oro y la plata, pero también seguramente
otros que no lo eran tanto, como bronce y pieles de buey curtida para sus cinco
capas. Robert Graves pone en cuestión la veracidad de la pormenorizada
descripción que nos hace Homero de las imágenes grabadas en él: “A pesar de lo
que digan Homero y Hesíodo, las escenas representadas en los escudos antiguos
no parecen haber sido obras de arte deslumbrantes, sino toscos pictogramas que
indicaban el origen y la categoría del propietario, rayados a lo largo de la
franja espiral que revestía cada escudo”. En definitiva, que la descripción no
era más que una elaborada elucubración poética.
La descripción de
Homero del escudo es el primer ejemplo conocido de ekphrasis en
la poesía griega antigua; ekphrasis es una figura retórica en la que se da una
descripción detallada (textual) de una obra de arte (visual). Además de
proporcionar una exposición narrativa ,
puede agregar un significado más profundo a una obra de arte al reflexionar
sobre el proceso de su creación, lo que a su vez permite que la audiencia
visualice obras de arte que no pueden ver.
(Homero, Iliada)…”Fabricó (Hefesto) en primerísimo
lugar un alto y compacto escudo primoroso por doquier y en su contorno puso una
reluciente orla de tres capas, chispeante, a lo que ajustó un áureo talabarte.
El propio escudo estaba compuesto de cinco láminas y en él fue creando muchos
primores con hábil destreza. Hizo figurar en él la tierra, el cielo y el mar,
El infatigable sol y la luna llena, así como todos los astros que coronan el
firmamento: las Pléyades, las Híades y el poderío de Orión, y la Osa, que también denominan con
el nombre de Carro, que gira allí mismo y acecha a Orión, y que es la única que
no participa de los baños en el Océano. Realizó también dos ciudades de míseras
gentes. En una había bodas y convites, y novias a las que a la luz de las
antorchas conducían por la ciudad desde cámaras nupciales; muchos cantos de
boda alzaban su son; jóvenes danzantes daban vertiginosos giros y en medio de
ellos emitían su voz flautas dobles, mientras las mujeres se detenían a la
puerta de los vestíbulos maravilladas. Los hombres estaban reunidos en el
mercado. Allí una contienda se había entablado, y dos hombres pleiteaban por la
pena debida a una causa de asesinato: uno insistía en que había pagado todo en
su testimonio público, y el otro negaba haber recibido nada, y ambos reclamaban
el recurso a un árbitro para el veredicto. Las gentes aclamaban a ambos, en
defensa de uno o de otro, y los heraldos intentaban contener al gentío. Los
ancianos estaban sentados sobre pulidas piedras en un círculo sagrado y tenían
en las manos los cetros de los claros heraldos, con los que se iban levantando
para dar su dictamen por turno. En medio de ellos había dos talentos de oro en
el suelo, para regalárselos al que pronunciara la sentencia más recta. La otra
ciudad estaba asediada por dos ejércitos de tropas que brillaban por sus armas.
Contrarios planes les movían: saquearla por completo o repartir en dos lotes
todas las riquezas que la amena fortaleza custodiaba en su interior. Mas los
sitiados no se avenían aún y disponían una emboscada. Las queridas esposas y
los infantiles hijos defendían el muro. De pie sobre él, los varones a
los que la vejez incapacitaba. Los demás salían y al frente iban Ares y Palas
Atenea, ambos de oro y vestidos con áureas ropas, bellos y esbeltos con sus
armas, como corresponde a dos dioses, conspicuos a ambos lados, en tanto que
las tropas eran menores. En cuanto llegaron a donde les pareció bien tender la
emboscada – un río donde había un abrevadero para todos los ganados – se apostaron
allí, recubiertos de un rutilante bronce. Dos vigías se habían instalado a
distancia de los huestes al acecho de los ganados y de las vacas, de retorcidos
cuernos. Éstos pronto aparecieron: dos pastores les acompañaban, recreándose
con sus zampoñas sin prever en absoluto la celada. Al verlos, los agredieron
por sorpresa y en seguida interceptaron la manada de vacas y los bellos rebaños
de blancas ovejas y mataron a los que las apacentaban. Nada más percibir el
gran clamor que rodeaba la vacada, los que estaban sentados ante los estrados
en los caballos, montaron, acudieron y pronto llegaron. Nada más formar se
entabló la lucha en las riberas del río, y unos a otros se arrojaban las picas,
guarnecidas de bronce. Allí intervenían la Disputa y el Tumulto, y la funesta Parca, que
sujetaban a un recién herido vivo y a otro no herido, arrastraba de los pies a
otro muerto en medio de la turba y llevaba a hombros un vestido enrojecido de
sangre humana. Todos intervenían y luchaban igual que mortales vivos y
arrastraban los cadáveres de los muertos de ambos bandos. También representó un
mullido barbecho, fértil campiña, ancho, que daba tres vueltas. En él muchos
agricultores guiaban las parejas acá y allá, girando como torbellinos. Cada vez
que daban media vuelta al llegar al cabo del labrantío, un hombre con una copa
de vino, dulce como miel, se les acercaba y se la ofrecía en las manos, y ellos
giraban en cada surco, ávidos por llegar al término del profundo barbecho, que
tras sus pasos ennegrecía y parecía tierra arada a pesar de ser oro, ¡singular
maravilla de artificio! Representó también un dominio real. En él había
jornaleros que segaban con afiladas hoces en las manos. Unas brazadas caían al
suelo en hileras a lo largo del surco, y otras las iban atando los
agavilladores en hatos con paja. Tres agavilladores había de pie, y detrás
había chicos que recogían las brazadas, las cargaban en brazos y se las
facilitaban sin demora. Entre ellos el rey se erguía silencioso sobre un surco
con el cetro, feliz en su corazón. Los heraldos se afanaban en el banquete
bajo una encina y se ocupaban del gran buey sacrificado; y las mujeres
copiosa harina blanca espolvoreaban para la comida de los jornaleros.
Representó también una viña muy cargada de uvas, bella, áurea, de la que
pendían negros racimos y que de un extremo a otro sostenían argénteas
horquillas. Alrededor trazó un foso de esmalte y un vallado de estaño; un solo
sendero guiaba hasta ella, por donde regresaban los porteadores tras la
vendimia. Doncellas y mozos, llenos de joviales sentimientos, transportaban el
fruto, dulce como miel, en trenzadas cestas. En medio de ellos un muchacho con
una sonora siringa tañía deliciosos sones y cantaba una bella canción de
cosecha con tenue voz. Los demás, marcando el compás al unísono, le acompañaban
con bailes y gritos al ritmo de sus brincos. Representó también una manada de
cornierguidas vacas, que estaban fabricadas de oro y estaño y se precipitaban
entre mugidos desde el establo al pasto por un estruendoso río que atravesaba
un cimbreante cañaveral. Iban en hilera junto con las vacas cuatro áureos
pastores, y nueve perros, de ágiles patas, les acompañaban. Dos pavorosos
leones en medio de las primeras vacas sujetaban a un toro, de potente mugido,
que bramaba sin cesar mientras lo arrastraban. Perros y mozos acudieron tras
él. Pero los leones desgarraron la piel del enorme buey y engullían las
entrañas y la negra sangre, mientras los pastores los hostigaban en vano,
azuzando los rápidos perros. Éstos estaban demasiado lejos de los leones para
morderlos; se detenían muy cerca y ladraban, pero los esquivaban. El muy
ilustre cojitranco (Hephaistos) realizó también un pastizal enorme
para las blancas ovejas en una hermosa cañada, establos, chozas cubiertas y
apriscos. El muy ilustre cojitranco bordó también una pista de baile semejante
a aquella que una vez en la vasta Creta el arte de Dédalo fabricó para Ariadna,
la de bellos bucles. Allí zagales y doncellas, que ganan bueyes gracias a la
dote, bailaban con las manos cogidas entre sí por las muñecas. Ellas llevaban
delicadas sayas, y ellos vestían túnicas bien hiladas, que tenían el suave
lustre del aceite. Además, ellas sujetaban bellas guirnaldas, y ellos dagas
áureas llevaban, suspendidas de argénteos tahalíes. Unas veces corrían formando
círculos con pasos habilidosos y suma agilidad, como cuando el alfarero prueba
torno, ajustado a sus palmas, tras sentarse delante, a ver si marcha, y otras
veces corrían formando hileras, unos tras otros. Una nutrida multitud rodeaba
la deliciosa pista de baile, recreándose, y dos acróbatas a través de ellos,
como preludio de la fiesta, hacían volteretas en medio. Representó también el
gran poderío del río Océano a lo largo del borde más extremo del sólido escudo.
Después de fabricar el alto y compacto escudo, le hizo una coraza que lucía más
que el resplandor del fuego y también unas grebas de maleable estaño. Tras
terminar toda la armadura, el ilustre cojitranco la levantó y la presentó
delante de la madre de Aquiles, que, cual gavilán, descendió de un salto del
nevado Olimpo, llevando las chispeantes armas de parte de Hefesto”. (
Traducción de E.Crespo, editorial Gredos.)
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